Principio de mínima acción

Alejandro Javaloyas, 2025

“I have struggled all my life to get the maximum meaning in the simplest possible form”
(He luchado toda mi vida para obtener el máximo significado en la forma más simple posible).
—Anne Truitt, Daybook (1982)

La frase es de la escultora estadounidense Anne Truitt, pero me la repito a menudo como si fuera un mantra heredado. He llegado a pensar que, si existe una ética de la forma, se parecería mucho a eso: buscar el gesto exacto, la curvatura justa, la economía radical que permite que algo se manifieste con la menor cantidad de materia posible. No se trata de decir poco, sino de no decir más de lo necesario.

Irónicamente, esa necesidad instintiva de depurar —no de reducir— tiene su eco en una idea de la física que me ha servido como marco teórico: el principio de mínima acción.

En física, se postula que todo sistema —desde una partícula hasta una galaxia— evoluciona de un estado inicial a uno final siguiendo el camino que minimiza una cantidad llamada acción, que es la integral de la energía cinética menos la potencial a lo largo del tiempo (Lanczos, 1970).

En otras palabras: la naturaleza no elige cualquier trayectoria, sino aquella que, sin atajos ni rodeos, recorre su transformación con la mayor eficacia y la menor resistencia posible.

Evitando los residuos.

Minimizando el ruido.

El universo, si puede, evita lo innecesario.

La luz, por ejemplo, lo sabe. Cuando un rayo atraviesa del aire al agua, su trayectoria se curva. A simple vista podría parecer una desviación, un rodeo. Pero en realidad se trata del camino más rápido posible. Lo descubrió el francés Pierre de Fermat en el siglo XVII: la luz no sigue el trayecto más corto en distancia, sino el que minimiza el tiempo de viaje (Fermat, 1662). Es el llamado principio del tiempo mínimo. Una verdad que sigue vigente siglos después, y que se inscribe dentro de un principio aún más amplio y profundo: el de mínima acción (Maupertuis, 1744).

En mecánica clásica, cuando una manzana cae de un árbol, su trayecto no es aleatorio. Entre todas las infinitas curvas que podría describir desde la rama hasta el suelo, la gravedad escoge la única que minimiza la acción, esa magnitud que conjuga energía y duración. Lo formuló Joseph-Louis Lagrange en el siglo XVIII y lo refinó más tarde William Rowan Hamilton (Goldstein et al., 2002): todo sistema físico evoluciona siguiendo el camino que hace extrema —y habitualmente mínima— su acción. Si existiera otra forma de caer que gastara menos energía en el mismo tiempo, o que requiriera menos tiempo con la misma energía, sería esa la trayectoria. Pero no la hay. Lo que observamos no es casual: es la consecuencia natural de un principio de economía universal.

Incluso los planetas de nuestro sistema lo entienden. Las órbitas elípticas que describen alrededor del Sol no son fruto del azar ni simplemente el efecto de la gravedad tirando de ellos. Hay algo más profundo: una ley natural de economía. Isaac Newton explicó cómo actúa esa fuerza de atracción. Pero más adelante, gracias a Lagrange y Hamilton, supimos que los planetas no giran de cualquier forma: entre todas las trayectorias posibles, siguen justo aquella que combina de manera más eficiente el gasto de energía y el tiempo. No el camino más corto, ni el más rápido, sino el más equilibrado. Cada vuelta es, en el fondo, una obediencia a ese equilibrio. Una coreografía que no se inventa, sino que se impone. Una plegaria muda al principio de mínima acción.

¿Y si esa misma lógica pudiera aplicarse al arte? ¿Y si pintar fuera también una cuestión de elegir el camino más sencillo —que no el más fácil— entre una intención y su apariencia? Cada vez que me enfrento a la creación de una nueva imagen, me hago las mismas preguntas: ¿Qué es esencial y qué es accesorio? ¿Cuándo basta una forma? ¿Cuántas ideas caben en esta superficie sin que se estorben? ¿Cuánto peso puede cargar un cuadro antes de desplomarse? ¿Cómo saber cuándo parar? ¿Cómo identificar el umbral exacto en que lo mínimo se activa y lo máximo empobrece?

La solución plástica no se impone: emerge. No se trata de expresión, sino de ajuste. De calibrar relaciones, pesos, intensidades. De llegar, por ensayo y por escucha, a esa configuración exacta que no necesita más. Ni menos. Como si la imagen, en su equilibrio silencioso, obedeciera también una ley de mínima acción. Una forma de claridad que no se explica, pero que se reconoce.

A veces, esa urgencia de sustracción no se vive como elección estética, sino como necesidad vital. “I had to get rid of everything unnecessary… in order to save myself” (Tuve que deshacerme de todo lo innecesario… para poder salvarme), escribió el compositor estonio Arvo Pärt (Hillier, 1997). No se trata de una poda formal, sino existencial. De una fuerza íntima que presiona hacia la reducción. Hacia una desnudez que no es vacío, sino núcleo.

Otras veces, como en el caso del pintor británico John McLean, se puede vivir casi como una revelación mística, como una epifanía. “I think with my own work that the simpler I can make it, in a strange way, the more profound I feel it is.” (Creo que, en mi propio trabajo, cuanto más sencillo puedo hacerlo, de una manera extraña, más profundo me parece), escribió (Gooding, 2009). La forma despojada ya no es una estrategia ni un gesto de estilo, sino una vía de acceso a lo esencial. Una verdad que no se impone, sino que aparece. Como un murmullo que, por no alzarse, se vuelve más claro.

En física, como en la pintura, el camino que minimiza la acción suele ser también el más bello, el más estable, el que encierra la lógica más profunda. La economía formal no es escasez, sino concentración de sentido. Como en los haikus, o en un teorema bien escrito, la belleza se manifiesta cuando la forma es exacta, inevitable, casi natural.

Eso es para mí pintar: una forma de resistir al ruido, a la aceleración, a lo superfluo. De elegir lo mínimo como un gesto ético, no estético. Como quien aprende a callar para que lo esencial se oiga.

Cuando la obra ya no dice “esto es”, sino “esto basta”.


Formulación de la integral de camino

Mientras que en la física clásica, si lanzas una pelota, hay una sola trayectoria que conecta el punto de inicio con el de llegada —la curva parabólica dictada por la gravedad—, en mecánica cuántica, el mundo funciona de otro modo.

En los años 40, Richard Feynman propuso una formulación radical: que una partícula subatómica —como los electrones o los fotones—, al desplazarse de un punto a otro, no elige un solo camino, sino que explora todas las sendas posibles al mismo tiempo (Feynman & Hibbs, 1965).

Cada curva imaginable —las rectas, las quebradas, las imposibles— es contemplada simultáneamente por la partícula.

Esta idea, conocida como formulación de la integral de camino, no es solo una metáfora: es una descripción matemática precisa de cómo opera la naturaleza a escala subatómica. A cada trayectoria posible se le asigna una "fase", un valor complejo vinculado a la acción correspondiente. Algunas fases se cancelan entre sí (interferencia destructiva), otras se refuerzan (interferencia constructiva). El resultado observable —la trayectoria que percibimos como real— es la suma de todos los itinerarios posibles, pero filtrada por esta red de interferencias (Schulman, 2005). Prevalece la que minimiza la acción, sí, pero esa elección no se da en el vacío: es el producto de un abanico de opciones que colapsa en una forma precisa.

Esa imagen —la de infinitas rutas exploradas simultáneamente— no me resulta ajena.

En mi pintura expandida, tras cada idea formal lista para ser ejecutada, se sucede una constelación de variaciones, de derivadas. Exploraciones de la misma propuesta pictórica con diferentes iteraciones a las que denomino poemas cromáticos.

Cada tablilla se convierte entonces en una de esas fases, posibles trayectorias, que formulan la integral de camino. Cada cuadro es un ensayo.

Ensayo en todas sus acepciones. En la filosófica —exposición de reflexiones subjetivas. En la científica —prueba controlada que se realiza para comprobar algo. Y en la artística —práctica o repetición de una obra, canción o coreografía antes de su presentación pública.

Curiosamente, esos ensayos tienden a no funcionar a solas. O al menos no de la misma forma en la que se activan por yuxtaposición, cuando son mostrados en contexto, en conjunto.

Esas piezas necesitan acumularse, tocarse, vibrar juntas, para accionarse completamente. En dípticos, trípticos, polípticos, series. No como repeticiones, sino como exploraciones simultáneas de una misma intención. Y es solamente en esa adición, la anteriormente referida como interferencia constructiva, donde aparece el máximo sentido que revela, en la mente del espectador, la trayectoria perfecta.

Como en la mecánica cuántica, es el despliegue de poemas cromáticos lo que, al colapsar, genera una claridad que ninguna imagen aislada podría sostener.

No pinto la imagen final. Pinto el campo de posibilidades que la contiene. Y en ese acopio —cuando nada se cancela, cuando nada se entorpece— a veces ocurre algo. Que no explica. Que no decide. Pero que, por un instante, parece inevitable.


Referencias

  • Feynman, R.P. & Hibbs, A.R. (1965) Quantum Mechanics and Path Integrals. New York: McGraw-Hill.
  • Fermat, P. de (1662) Oeuvres. Paris.
  • Goldstein, H., Poole, C. & Safko, J. (2002) Classical Mechanics. 3rd ed. San Francisco: Addison-Wesley.
  • Gooding, M. (2009) John McLean: Paintings 1959–2009. London: Flowers.
  • Hillier, P. (1997) Arvo Pärt. Oxford: Oxford University Press.
  • Lanczos, C. (1970) The Variational Principles of Mechanics. 4th ed. Toronto: University of Toronto Press.
  • Maupertuis, P.L.M. de (1744) Mémoires de l’Académie des Sciences de Paris.
  • Schulman, L.S. (2005) Techniques and Applications of Path Integration. New York: Dover Publications.
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